He encontrado un artículo que viene muy al hilo estos días. Echadle un vistazo es muy interesante.
La cofradía constituye la célula asociativa básica para cubrir necesidades a la vez materiales y espirituales. Diferente del gremio pero muy relacionada con él, la cofradía atiende a sus asociados sobre todo en la pobreza, la enfermedad y la muerte. Los cofrades asisten a sus propios hermanos, pero extienden la acción caritativa a otras capas de la sociedad. Veneraban a determinadas imágenes, en especial la del titular de la cofradía. De esta manera cofradía e imagen caminan inseparablemente. El día de la festividad de la cofradía, se celebraba procesión pública, saliendo las imágenes a la calle. La procesión era una muestra del culto exterior.
Pero las cofradías denominadas de penitencia han potenciado el arte procesional y por eso las consideraciones en torno al arte que vamos a hacer se refieren a ellas.
Desde el siglo XIII se puso en marcha en Italia un movimiento espiritual, que basaba en la penitencia su raíz de ser. Penitencia y caridad pública iban unidas. Eran cofradías que ya se llamaban de disciplinantes, por el uso de la mortificación en privado y en público, muy especialmente en la procesión. Esa mortificación llegaba a lo cruento, con derramamiento de sangre, por afán de emular la Pasión de Cristo, modelo del cofrade. La cruz es, no un símbolo, sino una realidad. Se generaliza el ejercicio del Vía Crucis, lo que requería una reliquia del lignum crucis para la cofradía. Las cofradías de la Vera Cruz popularizaron por Europa el culto a la santa reliquia. No pocas cofradías españolas que gozan de pasos famosos son precisamente de la Vera Cruz.
El Concilio de Trento (1545-1564) potenció el movimiento de las cofradías y muy señaladamente de las de penitencia. La imitación de Cristo pasa por la mortificación. Ayunos, vigilias y disciplinas constituyen ejercicio del cristiano renovado. La militancia dentro de una cofradía acerca al cumplimiento de estas exigencias. Recibirán los hermanos los nombres de cofrade de disciplina o de sangre, ya que el rigor con que se aplicaba el sacrificio abocaba a la producción de heridas. La proporción del amor a Cristo entraba en relación con lo que pudiera sufrir el penitente.
Sería cercenar la finalidad de estas cofradías limitarse a considerar los actos penitenciales. Había algo mucho más humano y positivo. Las cofradías mantenían hospital propio; debían sostenerlo con sus medios, cuidarlo y prestar ayuda personalmente a los acogidos. Sin olvidar que todo hospital era al mismo tiempo una casa de beneficencia, lugar donde se recogían los pobres. Y cuando llegaba el fin, asistían a sus hermanos en el trance, velaban el cadáver y celebraban el entierro en hermandad.
Penitentes en San Vicente de la Sonsierra. Los picaos |
Pero Cristo era, sobre todo, el modelo en los momentos de agobio, en su Pasión. Las cofradías penitenciales eran de la Pasión de Cristo. La terrible historia de su final constituye el repertorio temático para la cofradía de penitencia. La Semana Santa era el marco en que tenían que concentrarse la piedad y la capacidad de sufrimiento de los hermanos. Esta semana tenía dos escenarios: el templo y la calle. En el templo se escenificaba una liturgia de larga duración, en oración, predicación, vigilia y alumbrado. Los templos se convertían en verdaderos museos de las preseas de las cofradías. La procesión ofrecía en la calle la muchedumbre de los asociados, encerrados en sus túnicas, con el rostro cubierto y las espaldas al aire para recibir los golpes de flagelo de sus hermanos; y en los claros que dejaban los penitentes se situaban los pasos, que constituían los episodios de la Pasión de Cristo en Jerusalén, pues tal cosa es lo que venía a ser una procesión de Semana Santa: celebrar la Pasión como si aconteciera en aquel preciso momento.
Cada cofradía organizaba sus procesiones y disponía de pasos propios. Escogían los itinerarios más adecuados a la finalidad. Las procesiones se celebraban de día y de noche, pero en todo caso lucían las hachas de los penitentes. Las cofradías portaban insignias acreditativas, como banderas y estandartes. Se instalaban en el cortejo cofrades que hacían sonar trompetas que emitían sones funerales, mientras el tambor resonaba lejano y grave.
La muchedumbre de fieles abarrotaba las calles, participando con sus lloros y clamores; increpando a los sayones, protestando de tanta ruindad. La procesión integra a penitentes y fieles. Pero, llegado el siglo XVII, no faltan ya los turistas. Se sabe de la fama de estas procesiones, adornadas con hermosas esculturas, como un espectáculo conmovedor. Es curioso que el relato más penetrante corresponda a un viajero portugués, Pinheiro da Veiga, testigo en 1605 de la Semana Santa de Valladolid.